Tuesday, April 10, 2007

VOX = PALABRA

VOX = Palabra .

Hasta el más despiadado asesino puede amotinarse en la cárcel. Hasta el más abyecto de entre los humanos puede manifestar por múltiples vías su oposición frente a lo que considera lesivo. Sin embargo, hay personas con tanto por lo que rebelarse y echarse al monte que están ahí, ocultas, estando sin estar, sufriendo lo que ni Dante o Sartre pudieron prever, con todo su talento literario. Son los privados de palabra.

Un anciano que alcanzó la gloria en su oficio no precisó transitar por el infierno para descubrir que, en efecto, el infierno son los otros. Los otros malvados, pero también los indiferentes, los insolidarios, los cínicos. Tenía dinero, y de nada le sirvió. Tuvo fama, y nadie se interesó por él. Durante sus últimos años vivió encerrado en un apartamento que se hizo lóbrego. Él, que dominó la palabra, nada pudo hacer con ella para recobrar la dignidad que todo ser humano merece.

Somos personas, y no por la palabra, como dice algún intelectual improvisado. Las personas con afasia, con ictus, con síndromes neurológicos o, simplemente, con sordomudez, son tan personas como lo fueron Cicerón, Demóstenes o Pericles –según Tucídides-. Con todo, esa falacia va ganando credibilidad en la obscena y fatua sociedad que se está erigiendo. Si no estás donde hay que estar, en la calle, en los foros, en los medios, simplemente no existes.

Miro la fotografía de este anciano, de cuando aún reinaba sobre la palabra, y no preciso más para saber de su bonhomía, de su integridad, de su rectitud. No precisó saber, pese a saberlo, de su hombría al denunciar los atropellos de un tirano, de su valor al defender los derechos de personas discriminadas por absurdas diferencias cromáticas o lingüísticas. Miro su fotografía y me pregunto cómo es posible morir en tu propia casa, pasando hambre pese a tener un legítimo patrimonio, postrado sobre un colchón comido por los orines, soportando el hedor de un cuerpo al que la fiera que dice cuidarlo no le reconoce el alma.

Viejo decrépito”, le decía la alimaña. Y no sé por qué, aunque es fácil adivinarlo, me acuerdo de Erika y de Alba, martirizadas en sus propias casas, con gente alrededor que va a lo suyo. Recuerdo las imágenes robadas en orfanatos y hospicios para críos con disfunciones diversas. Y me imagino cuánto dolor y cuánta miseria moral ocultan los establecimientos que no permiten comprobar sin previo aviso cómo se encuentran los ancianos, los niños que nadie quiere, los impedidos, … personas que el sistema, nuestro sistema, arrincona hasta que también a nosotros, los que hoy tenemos vozarrones y palabra, nos engulla como un Saturno bulímico.

Ese anciano tenía hijos, tenía reputación, tenía posibles, pero fue desposeído de la palabra, tapiado en vida. Ese anciano era Augusto Roa Bastos, como podremos serlo cualquiera de nosotros, por muchos méritos y pompa que amasemos. Nada, y menos el tentador dinero que otros nos administren, puede preservar nuestra dignidad de personas, excepto una sólida y tenaz red cívica, fundada sobre las bases de una honesta solidaridad comunitaria. Una red que traspase los muros, corra las cortinas y mire donde alguien no quiere que se vea a un anciano vejado, un niño maltratado o una persona con carencias humillada.

Tuesday, April 03, 2007

Felicidad Interior Bruta (FIB)

Felicidad interior bruta (FIB) .
To Mr. Lake, dear friend.

Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. (Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, 4 de julio de 1776).

1. Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados; en esencia, el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades, y la búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad.” (Declaración de derechos hecha por los representantes del buen pueblo de Virginia, reunidos en convención plena y libre, como derechos que pertenecen a ellos y a su posteridad como base y fundamento de su Gobierno, 12 de junio de 1776).
Por desgracia para nosotros, Thomas Jefferson, inspirador de “la búsqueda de la felicidad” como parte integrante de los derechos fundamentales de todo ciudadano, fue bastante más clarividente que los pensadores que le siguieron. Su proclama resulta hoy casi ingenua e infantil. Y no es de extrañar, en vista de los hombres sin escrúpulos que con posterioridad se erigieron en referentes de la acción pública. Hombres que idearon humanoides ideales, inexistentes y antagónicos a los hombres reales, de carne y hueso, con sus grandezas y sus miserias. Cuando dimos superado las tiranías, su lugar fue ocupado en la imprescindible y loable democracia por un ruin pragmatismo contable, que proclama que sólo es importante lo mensurable, lo que se puede contar y medir, comenzando por el dinero.

Sin embargo, la defensa y promoción de los derechos de las personas maltratadas por la naturaleza o el tiempo exige que retomemos la lucha por su felicidad, por cuanto éste es un fin superior y noble, no un medio como los recursos económicos o materiales.

En la evolución de las disciplinas sociales sistematizadas, el derecho precede a la economía en más de veinte siglos. Esto no es algo gratuito. Pese a la obsesión contemporánea por colocar a la economía en la cúspide de la dogmática social, lo cierto es que no se trata más que de una perversión patológica. Obviamente la economía debe funcionar a pleno rendimiento para que los ciudadanos más injustamente tratados por la naturaleza y el tiempo puedan materializar sus derechos, pero como instrumento no puede convertirse en finalidad.

El sentido de la economía no es la propia economía. No puede convertirse en un fetiche dominante que demore sine die la extensión de los derechos, con la excusa de un mañana que nunca llega, y menos para los más damnificados. Por eso, en una comunidad solidaria urge colocar la consecución de la FIBFelicidad Interior Bruta- por delante del PIB –Producto Interior Bruto-, y exigiendo además que la FIB per cápita esté equitativamente repartida.

Antes que los económetras ideasen y supiesen contabilizar el PIB, Jefferson y los padres de la democracia moderna tenían bien claro que la FIB, como dato agregado de la felicidad individual, debía formar parte del núcleo de la propia democracia.

Los cínicos dirán que esto es imposible. Y lo será para los que no quieren iniciar el camino, acomodados en sus convenciones asentadas durante el siglo XX. Pero la evolución de la FIB de las personas que integran una comunidad puede constatarse reflejando simplemente la reducción de la infelicidad de quienes por su enfermedad, limitaciones o exclusión, están a merced de la ley de la selva –la bía-, sin el cobijo y amparo que ofrece la ley humana –el nomos-.

Puede que tardemos un poco en asentar convenciones para definir la felicidad, pero lo que será inmediato -por directamente empírico- es detallar qué reporta infelicidad a los más desfavorecidos. La infelicidad la generan el dolor físico y psíquico, la necesidad de alimento, hogar y cuidados que no se reciben, el aislamiento forzoso, la indiferencia ajena, el menosprecio, ... Desde este enfoque, resulta obvio que la conquista de la felicidad puede ser más real que la contabilización en el PIB de muchos factores sobredimensionados en su valía.

¿Qué aporta más a la felicidad individual y comunitaria, un logopeda para un niño que habla mal o para un anciano operado de las cuerdas vocales o, por el contrario, las subvenciones vía bonificaciones fiscales de que disfruta un piloto de carreras que ingresa más de diez millones de euros anuales? Porque ha de saberse que ni todos los niños o ancianos que lo precisan pueden disfrutar de un logopeda, pero en cambio casi todos los sujetos con ingresos desorbitados pueden camuflar sus retribuciones en sociedades interpuestas, o liquidar sus impuestos a un tipo impositivo menor que el de un profesor o taxista. Paradójicamente, la imagen del afortunado contabiliza en el PIB. Y sobre esto se asienta la seriedad de quienes colocan el PIB por delante de la FIB.

El derecho a la felicidad o, desde la otra vertiente, la obligación de eliminar la infelicidad, no es algo utópico. Porque no lo es que un crío con parálisis cerebral disponga antes de un fisioterapeuta que un deportista profesional subsidiado, o porque se dedique más presupuesto a investigar tratamientos para las enfermedades singulares –también llamadas “raras”- que a subvencionar estudios endogámicos, que sólo sirven para mimar el ego de personas sanísimas y ocupar más espacio en olvidadas estanterías, donde yacen centenares de estudios similares.

Una comunidad solidaria no puede cimentarse sin proclamar y defender el derecho a la felicidad de sus ciudadanos. Pero no de una felicidad manipulada, a lo Aldous Huxley, sino de lo inmediato y concreto, con cosas y actitudes que cuestan bien poco, como el sentirse arropado, respetado, atendido y querido.

Utilidad Social Marginal (USMa)

Utilidad Social Marginal (USMa) .

Los economistas intentan emplear el término “utilidad marginal” con gran precisión[1]. Para entendernos, la expresión se refiere a la utilidad o satisfacción que reporta emplear un euro adicional en un producto o servicio. Es, por así decirlo, el bienestar subjetivo que percibe alguien al gastar el último euro disponible.

Desde la perspectiva del presupuesto público, integrado por la totalidad de recursos económicos que maneja el conjunto de las Administraciones, es obvio que también existe la posibilidad de utilizar ese criterio de medida. El presupuesto siempre es limitado, y el número de peticiones de diversa índole que se le plantean crece más y más rápido que aquél. Por consiguiente, un criterio de evaluación de qué orden prioritario y preclusivo habrá que seguir a la hora de atender demandas de personas, colectivos, sociedades mercantiles y grupos de presión o interés, es el que atañe a la Utilidad Social Marginal (USMa).

La USMa es, de algún modo, el reverso subjetivo de la condición constitucional de prevalencia social en la asignación del gasto público por la que debe luchar una comunidad solidaria. Se trata de la condición imprescindible – sine qua non - de una auténtica y efectiva solidaridad comunitaria. Ciertos ejemplos pueden ser más esclarecedores e ilustrativos que la oscura literatura a la que están habituados los economistas.

Si se trata de decidir entre atribuir un millón de euros a subvencionar cruceros de placer para pensionistas, o liberar de su amarga esclavitud a las mujeres que cuidan en soledad a familiares ya ancianos con Alzheimer, parece lógico concluir que la USMa de ambas opciones es muy distinta y distante. Si se atendiese a la USMa de una mujer que cuida a su marido con Alzheimer –o del hombre que cuida a su esposa, aunque no sea tan común-, y a la USMa de otra mujer u hombre en condiciones físicas, psíquicas y económicas para afrontar un crucero, no cabría duda que la USMa del cuidador de un enfermo de Alzheimer siempre será muy superior a la de quien aspira a embarcarse en un crucero.

La prevalencia social de quienes se encuentran sojuzgados por la enfermedad y la penuria económica –muchas veces agudizada por la necesidad de abandonar el trabajo asalariado para atender debidamente a un ser querido-, haría que sólo se subsidiasen cruceros si ya no quedase ningún ciudadano desatendido en caso de padecer Alzheimer. O, dicho de otra forma, mientras hubiese ciudadanos con USMas mayores que las de otros, antes habría que atender completamente a quienes la tuviesen en grado superior.

Esta norma es tan clara como la regla consuetudinaria que nos compele a protestar cuando alguien intenta saltarse una cola. Pero lo mejor de ella es que, operando de este modo, no puede darse –al menos a medio plazo- una ley de USMa decreciente. Por otro lado, el incremento de la satisfacción o felicidad individual y agregada, haría que el bienestar y la seguridad total de la población se incrementase más que proporcionalmente, porque un euro invertido en colmar las necesidades perentorias de personas con discapacidad, enfermedad crónica o excluidas, redunda en una satisfacción –USMa- muy superior a la generada por el mismo euro gastado en divertimentos suntuarios, o en actividades que pueden costearse los propios beneficiarios.

[1] La utilidad marginal se refiere al aumento o disminución de la utilidad total que acompaña al aumento o disminución de la cantidad que se posee de un bien o servicio. En términos matemáticos equivale a la derivada de la curva que describe la función de utilidad a medida que aumentan los bienes a disposición del consumidor.
Cuando alguien adquiere unidades adicionales de una mercancía la satisfacción o utilidad que obtiene de las mismas aumenta. Pero dicho aumento no es proporcional, ni siquiera constante, pues cada vez resulta menor la utilidad obtenida de la última unidad considerada. Llegará un punto en que, por lo tanto, se alcance el máximo de utilidad y, a partir de este punto, podrá haber incluso una utilidad negativa –desutilidad-, pues unidades adicionales del bien resultarán una carga o generará grandes costes.
Este comportamiento del consumidor queda expresado entonces en lo que se llama la Ley de la utilidad marginal decreciente: a medida que el consumo de una mercancía aumenta en un individuo, manteniéndose constante todo lo demás, su utilidad marginal derivada de esta mercancía decrecerá. La ley de la utilidad marginal decreciente sirve para explicar el comportamiento de la demanda. Los gastos de una persona en los diferentes bienes reflejan su escala de preferencias y el nivel de su renta. De la ley enunciada se sigue que la utilidad total, obtenida del gasto de un ingreso dado, alcanzará su máximo cuando el gasto se distribuya de un modo tal que cada unidad de gasto (unidad monetaria) determine utilidades marginales iguales para todos ellos. Debido a que los precios de los bienes difieren debiera decirse, para enunciar la afirmación anterior con más exactitud, que la utilidad en realidad se maximiza cuando las utilidades marginales de los bienes son proporcionales a los precios relativos de ellos. Esta es la condición de equilibrio para el individuo, considerado como consumidor. La ley de la utilidad marginal decreciente permite entender, entonces, cómo opera la demanda de un determinado bien o servicio, pues no es la utilidad que una mercancía aisladamente produce la que determina su demanda, sino la utilidad marginal que ésta posea para él en las circunstancias concretas en que se produce su elección.

Monday, April 02, 2007

Ejemplo de aislamiento del sistema

Terapia ocupacional .

<<>

¿Sabes, mi niña linda? Vivimos en el país de las oportunidades, ¿?, en un estado de bienestar, en un estado democrático que basa su política en una política social, pero ... en esta ciudad, en la capital de nuestra autonomía, ciudad a la que ingentes cantidades de peregrinos se acercan, no dispone de unidad de terapia ocupacional para niños y niñas comprendidas entre 7 y 14 años para enseñaros a tener un poco de autonomía aunque sólo sea para vuestro aseo personal. Ya ves, mi linda niña, sigo creyendo que las oportunidades son de los más agraciados económicamente, por mucho que las instituciones me digan lo contrario. ¡Pobre del pobre! >>
Susana Regueiro Fernández. Santiago.
¿Qué más se puede decir? Os lo pregunto a quienes todavía tenéis voz.

Saturday, March 31, 2007

Unidad solidaria

Unsol .

Supongamos que una Administración subsidia la celebración de una prueba hípica. Se trata de un deporte muy popular, al menos para quien puede costearse el mantenimiento de un caballo de competición. Es comprensible que se subsidie, sea transfiriendo dinero –subvenciones-, sea dejando de cobrar servicios públicos –p.e. el salario de los guardias que tienen que ordenar el tráfico-, sea prestando el uso de instalaciones públicas a precios irrisorios –pabellones, zonas de aparcamiento, ...-.

Supongamos que una Administración dedica 100.000 euros a este evento. Su justificación siempre es esotérica. Una legión de consultoras estará dispuesta a firmar, por un módico precio, que ese dinero moviliza el triple en el turismo. Por si acaso alguien riguroso llega a hacer la cuenta, siempre quedará el recurso a justificarlo invocando lo “intangible” –la imagen, la proyección, el prestigio, la marca-ciudad marca-país, ...-.

Cuentos, no cuentas. Esto es pura y simplemente dilapidar y malversar. Cuando en la misma ciudad donde se derrochan esos 100.000 euros, subsidiando a quienes poseen caballos de competición y sus cohortes de aduladores, existen decenas si no centenares de ancianos desasistidos, enfermos crónicos abandonados, mujeres y hombres cuidadores de aquellos encadenados a su angustiosa existencia, ese dispendio conspicuo casi resulta eugenésico o genocida.

Mientras no lleguen los recursos públicos para atender hasta la última demanda social prevalente, tampoco puede tolerarse esta irresponsabilidad financiera. La Utilidad Social Marginal (USMa) de cada euro público arrojado al evento hípico es nula, e incluso la tradicional Utilidad Marginal que puedan experimentar los propietarios de los caballos será igualmente nula.

Entonces, ¿por qué se dilapidan tantas pequeñas partidas presupuestarias que, juntas, hacen un buen puñado de medios? Por lo general, a causa radica en la pueril vanidad o la oscura soberbia de quien, con su firma, puede ordenar gastar en esto antes que invertir en felicidad o bienestar de conciudadanos maltratados por la edad o la biología.

La condición de prevalencia comunitaria en la asignación de los recursos presupuestarios exige su visualización. Lo exige, de modo especial, para que los propios gestores experimenten la satisfacción del deber bien hecho. Tal vez entonces puedan comprobar lo remuneratorio que resulta construir la solidaridad frente al fugaz sentimiento de vanidad o soberbia que les proporciona ser fotografiados con el dueño de una cuadra de corceles que, por lo general, los ninguneará.

Esos 100.000 euros pueden convertirse en bonos públicos, que reflejasen el gasto hípico que se ha dejado de hacer para atender la inversión comunitaria alternativa. Podríamos obtener así 1.000 bonos de 100 euros. A cada bono de estos lo podemos bautizar como “unidad solidaria” o “Unsol”.

¿Qué se puede hacer en una ciudad con 1.000 unsoles hípicos? Pues, por ejemplo, con 5 ó 6 unsoles bastaría para permitir que un anciano impedido pudiese ser atendido en el aseo, ayudando también a su hijo o hija que le cuida, en vez de aguardar en la lista de espera con excusas burocráticas de todo tipo. Sólo con esta medida, 20 ancianos en análogas condiciones serían algo menos infelices. Su USMa y la de sus cuidadores familiares sería infinitamente mayor que la del propietario de una cuadra de yeguas.

Quien dice eso, también puede decir apoyar a las familias con pocos recursos que tengan algún niño celíaco, condenadas a soportar unos sobrecostes alimentarios exagerados. Con 20 unsoles hípicos podría bastar para que un niño celíaco no tuviese que soportar esa discriminación. Es decir, si en vez de derrochar 100.000 euros en caballos y caballeros se destinasen esos recursos a niños celíacos, haríamos más felices a 50 criaturas y a sus familias, es decir, a una media de 200 ciudadanos.

De esta forma, para asentar y afianzar la cultura de la solidaridad comunitaria en la gestión de los recursos públicos, sería muy importante que los beneficiarios de cada unsol pudiese identificar cómo y de dónde nace. Cada bono unsol debiera ser canjeable en dinero, de manera que quedase la más completa trazabilidad desde su origen hasta el destino final.

La eficiencia solidaria en la asignación de los recursos públicos requiere este rigor simbólico de conversión de gasto ineficiente en bonos solidarios o ejemplares de unsol. Esos recursos son limitados, pero no así la USMa que pueden generar en la comunidad, y el creciente índice de Felicidad Interior Bruta (FIB).

Sunday, September 24, 2006

Seres inevaluables

Ser, por ser inevaluable .

Supongamos que Bill Gates, el hombre más rico del planeta, tiene un hijo con síndrome de Down o con autismo, o con parálisis cerebral, o que sufre un trastorno a causa de un derrame, un accidente o una meningitis y pierde gran parte de su salud y autonomía. ¿Cuánto daría Bill Gates para que ese hijo suyo gozase de una salud normal y de la más elemental autonomía?

Nada malo se le puede desear al hijo de Bill Gates, ni por extensión a su padre, como tampoco a persona alguna. La decencia y solidaridad más elementales lo prohíben. Se trata de un simple ejemplo para demostrar el valor de las personas frente a todo aquello contingente y transitorio que poseen, y para verificar como ningún ser humano puede ser juzgados en términos de valor o utilidad. La persona no vale, es, y tanto es con o sin discapacidad, sana o enferma.

Si Bill Gates es un buen padre, y nada hay que indique lo contrario, no cabe la menor duda que entregaría toda su fortuna, y aun se endeudaría en otro tanto si pudiera, para conseguir un hipotético tratamiento que le permitiese a su hijo liberarse de la esclavitud de la enfermedad. Sería más feliz con su ruina económica y sus deudas que siendo el hombre más acaudalado del mundo pero viendo a su hijo en tan duras condiciones.

De esto se deduce que la mayoría de los ciudadanos son personas más afortunadas que este hipotético Bill Gates. Ver crecer sano y fuerte a un hijo es el mayor regalo que la vida puede dispensarnos. Sucede, no obstante, que muchas personas afortunadas tienen averiado el sentido de la medida a causa de una exacerbación del ansia por tener. Una patología irracional que implica tener por tener y para tener más, sin límite y sin otro objetivo vital.

La economía no es buena ni mala. Es indispensable. Es un medio para alcanzar todos los altos fines vitales que el ser humano se propone. De hecho, dentro de la desgracia, no puede negarse la evidencia que sería menos desafortunado el hijo de Bill Gates que el de un trabajador, o el de un padre alcohólico o el de un niño huérfano con el mismo problema de salud. Bill Gates podría, al menos, disponer los medios necesarios para que su hijo llevase una vida con todos los cuidados posibles hasta que falleciese por causas naturales, siempre que quien administrase esa fortuna en su nombre fuese alguien recto y honesto. Sobrecoge pensar que en muchas sociedades apenas se ven adultos con síndrome de Down, autismo o parálisis cerebral congénita. Pensar que en ellas estas personas pueden padecer, ya desde su primera infancia, todo tipo de maltrato, abandono o vejaciones nos invita a rebelarnos, luego de superar el natural encogimiento del alma que esas aberraciones producen.

Tal vez Bill Gates no pudiese adquirir ese tratamiento inexistente para curar a su hijo, incluso financiando todos los equipos de investigadores que su músculo financiero lograse aglutinar. La realidad es tozuda, aunque bueno es para nuestra salud mental y emocional que nos evadamos con la ilusión o la esperanza. Pero lo que sí podría hacer es invertir los réditos de su capital en financiar la defensa de las personas que valen tanto como ese su hijo. Es decir, que valen tanto como él mismo, o como cualquiera de nosotros, pero que a menudo pueden hallarse a merced de sujetos desalmados que sólo enjuician a las personas por criterios contables, utilitaristas, estéticos, de rentabilidad o cualquier otro que no sea puramente identitario:

1 persona = 1 persona = 1 persona = 1 persona = 1 persona =

Quien no desee comprender este fundamento axiológico de la ética social y comunitaria, este principio constitucional de toda sociedad digna de este nombre, y por tanto dotada de civilidad, debiera efectuar un simple análisis cronológico de su pretendido “valor” individual, desde que nace hasta que espera fallecer. Descubrirá con sorpresa que los dones más fructíferos de que goza son aportes comunitarios, que trascienden incluso a sus progenitores. Comenzando por el lenguaje, la escritura, la aritmética y las convenciones que permiten la convivencia en paz, siguiendo por el cuidado ajeno por no contraer enfermedades que a su vez se puedan contagiar, lo más importante para ser y seguir siendo –y por tanto para tener, como condición preclusiva- depende de todos sus conciudadanos, tanto presentes como pasados. Pero es más, también descubrirá que en un cómputo vital, tal vez sea más un individuo deficitario que superavitario de la sociedad. Por ejemplo, cuanto más longevo sea más recursos demandará de la sociedad, pues su vida económicamente “útil” será proporcionalmente muy corta.

De manera, que lo mejor que puede hacer Bill Gates para ayudar a su hijo y a los que están en análogas condiciones que su hijo, es emplear todo cuanto le resulta redundante en dotar centros y programas asistenciales, de salud e investigación, pero también en ayudar a tejer fuertes redes sociales que permitan capitalizar todavía más esa inversión en el futuro. Sin el apoyo social todos los recursos económicos son insuficientes o pueden verse malogrados. La maldad humana conspira constantemente contra la bondad, y esta constatación empírica puede hallarse en todas las culturas y en todos los tiempos de los que han quedado fuentes escritas.

Somos seres sociales. Por eso disponemos de un léxico rico y elaborado y precisamos insertarnos en una sociedad para realizarnos como personas. La ficción del lobo estepario autosuficiente es pura ficción, a menudo interesada. Y todos los seres que integramos esa sociedad somos idénticos en lo que equívocamente se califica como “valor”, término homónimo pero no sinónimo del presunto valor económico.

Lo paradójico de esta constatación es que sólo en este tipo de sociedad equitativa se puede reconocer también la singularidad de cada individuo, y su derecho a diferenciarse entre otras cosas por su esfuerzo o el factor aleatorio que alumbre su existencia. Nos debemos a la comunidad en tanto que agrupación de individuos, no como a un tótem que demanda el sacrificio de la individualidad. Ahora bien, la armonía y equilibrio de esta delicada construcción, e incluso el interés personal de cada individuo atendiendo a toda su trayectoria e historia vital, pasan por asumir que todas y cada una de las personas, más o menos afortunadas en el azar genético o de los avatares fortuitos de la vida, son intrínseca y radicalmente iguales, idénticas en el ficticio e impropio valor que alguien desee atribuirles.

Por eso Bill Gates no vale más ni menos que su hijo, ni él –como ningún buen padre- lo toleraría, ni siquiera como licencia económica.
José Manuel Blanco González.

Thursday, August 03, 2006

Síndromes

Síndromes .

¿Qué le pasa a un padre por la cabeza cuando le dicen que su hijo padece un síndrome? Pongamos un Prader-Willi, o cualquier otro más o menos usual. La mayoría cree que es víctima de una pesadilla, que no puede ser, que a su niño no. Se parecerá a lo que pensamos de los accidentes, la enfermedad y hasta de la muerte: no, a mí no me puede suceder. Estoy sano, me cuido, soy prudente. Es imposible e inimaginable. Pero, más a menudo de lo que quisiéramos, lo imposible se convierte en real. Y la realidad trae consigo un salvaje despertar, al que sucede la fase de la rabia. Después la de la impotencia. Ojalá que nunca llegue la fase de la resignación.

La vida es lucha. Todos los días, en cada uno de nuestros cuerpos, nacen y mueren células, pasando por múltiples vicisitudes intermedias. Ese es el proceso de la vida. De la misma forma, el cuerpo social tiene personas que nacen y mueren, con sus vicisitudes. Las personas con síndromes son pues parte de nuestro cuerpo social porque, ante y sobre todo, son personas. De hecho son ellas las que cuadran el balance general del cuerpo social. Para que nuestra especie siga reproduciéndose y adaptándose al entorno ha de pagar ese terrible e inhumano precio. La razón, si la hay, es desconocida. Por lo tanto, todos debemos contribuir a reducir los inmensos costes que para una persona individual y su familia implica el llevar la peor parte en este proceso colectivo.

Los padres, abuelos, hermanos y tíos de un niño, joven o adulto con un síndrome, pongamos –insisto- el Prader-Willi, no deben contribuir solos al cuadre de ese despiadado balance colectivo. Por un misterioso capricho de la naturaleza (la physis griega), para que haya individuos apolíneos e inteligentes tiene que haber otros menos afortunados, que abonen el gravoso tributo exigido sin compasión a la especie por esa pérfida naturaleza que nos sojuzga a todos.

Ojalá que nunca llegue la resignación, porque la resignación suele venir acompañada del abandono y la derrota, de la depresión y el olvido. Todos cuantos formamos parte del cuerpo social y nos hemos visto eximidos de ese ominoso gravamen tenemos la obligación de compensar a quienes han adelantado ese pago por nosotros o nuestros hijos y nietos. Esta ley humana se opone a la vesánica y brutal arbitrariedad darwiniana.

Si el beneficio generado para la especie es colectivo, también la compensación debe serla. Con nuestros impuestos podemos y debemos poner a disposición de estas personas y sus familias todos los medios que permite el estado de la ciencia. Con esos recursos incluso podemos avanzar hacia una nueva frontera científica, estimulando la investigación por todos los procedimientos posibles. Sólo precisamos voluntad y sabiduría a la hora de prelacionar las prioridades de inversión.

Para que esto sea factible, muchos ciudadanos han de liberarse de otro síndrome, tan extendido como perverso. Me refiero al síndrome NoNo: No quiero saber, No quiero responsabilidades. Los NoNos proliferan merced a la eutrofización del cinismo. Este síndrome excita una falsa sensación de autosuficiencia. En estados avanzados degenera en egolatría y egotismo. Son individuos carentes de empatía hacia los demás y que consideran que la evolución comienza y acaba en ellos mismos. Su síndrome es incompatible con la solidaridad hacia personas con otros síndromes y enfermedades, ciertamente más lesivos pero nunca, jamás, vergonzantes como el que cultivan los NoNos. Para liberarse de este síndrome, se puede comenzar visitando www.amspw.org .
José Manuel Blanco González .

Tuesday, May 09, 2006

Ex-potentes, ex-capaces

Ex – potentes, ex - capaces


Todos nacemos discapacitados. Es pura cuestión de tiempo. Sólo un final en la flor de la juventud puede ahorrarnos ese futuro. De manera que resulta incomprensible la soberbia, el desinterés o el egoísmo de quienes tuercen el gesto y miran voluntariamente para otro lado. De quienes ahogan con sus conspicuas reivindicaciones el prevalente silencio o la tenue voz de conciudadanos relegados en la esquina de la sociedad y ocultos tras eufemismos.

Recuerdo a mis abuelos. José encadenando embolias, medio cuerpo paralizado, hablando sin hablar nada. Ramona, toda bondad, víctima de la osteoporosis, las caderas rotas, consumida por las llagas. Trabajaron duro, como casi todos los de su tiempo. Fueron jóvenes una vez. Fuertes, alegres, luchadores. Fueron.

Ahora, que tenemos tantos títulos y másters, nuestra ignorancia vital nos hace más vulnerables. Engreídos de papel. Por ejemplo Huntington implica bastante más que un presunto choque de civilizaciones. Es el Alzheimer joven. No cierren los ojos. Como me relataba el padre de un crío afectado por una lesión cerebral, al salir del hospital sólo te espera un taxi. Sólo un taxi. Por consiguiente, estas y todas las demás personas que ya no pueden reclamar lo que es de justicia para paliar su sufrimiento y alentar su esperanza, sólo nos tienen a nosotros, los próximos ex - capaces, los ex - potentes.

A los soberbios, a los desinteresados, a los egoístas, más que la solidaridad hay que apuntarles su máxima: hoy por ti, mañana por mí. Y es que conviene que comencemos a ser conscientes de que la clásica red familiar que acogía a los abuelos está achicando, o se deshilacha, o flojea. Mucho capaz y potente estará sólo en la vida. Los presuntos amigos, compañeros, cofrades y camaradas desaparecerán con la visita de Huntington o con el primer ictus. No habrá cónyuge, ni hijos, ni padres. Nadie. Lo pondrán en la esquina, trocándole sus derechos por caridad institucional. Y no protestará. Tampoco votará, ni le escribirá al Defensor del Pueblo. Sólo subsistirá en el censo hasta que algún funcionario notifique su óbito al Registro Civil.

Conviene pues que los potentes y capaces tejamos ya las redes de solidaridad que permitan recobrar la plena ciudadanía a quienes de facto fueron privados de ella por un aciago destino. Galicia, que es pródiga en ejemplos, debe convertirse en un referente de vigorosas organizaciones civiles que hagan respetar los derechos de quienes no pueden hacerlo por sí. Los derechos, no las gracias ni las mercedes, que se vigorizan con el respeto del derecho de quienes nos preceden en el mismo trance, que los demás habremos de afrontar, excepto los jóvenes difuntos. Algunos lo encararán en compañía, no pocos solos. Solos y olvidados, como si nunca hubieran sido.

Peter Pan es un personaje de ficción. Conviene recordarlo. Como Dorian Gray. Nuestras capacidades son efímeras, pero a diferencia de los animales y su selvática ley, la bía que decían los griegos, nosotros hemos sido obsequiados con la díke, la justicia que glosó Hesíodo al escribir la primera fábula de la literatura occidental, y a la par podemos proyectar el futuro desde el presente.

José Manuel Blanco González

Voz para los sin-voz

Sin voz no contamos

Somos unos desvergonzados. Reconozcámoslo. En cualquier 1º izda. vive -¿todavía?-, sola, una señora mayor. La vemos poco. Quiero decir, nos la encontramos poco, y entonces intentamos no verla. Estamos tan ocupados … El spa, el gimnasio, la clase de meditación. No hay tiempo. Qué stresssss. Además mantiene soliloquios y no se asea demasiado. Tiene las piernas hinchadísimas, las canas hirsutas. Es vieja, sin más.

Efectivamente es una vergüenza, pero una clamorosa vergüenza nacional. Millares de ancianos viven solos, o por mejor decir, abandonados, aparcados, olvidados. Del mismo modo que millares de personas con discapacidad cognoscitiva y hasta física. Están ahí, enclaustrados entre cuatro paredes. No se ven, no se oyen, no se sienten. En consecuencia tampoco existen en esta sociedad, donde la forma es el fondo y la imagen la sustancia.

Se marchitan y mueren, pero sólo nos interesamos cuando el hedor alcanza el descansillo o unos grasientos gusanos asoman bajo la puerta. Las persianas están permanentemente bajadas o una ventana perennemente abierta, sea noche o día, verano o invierno. Nadie se ocupa ni preocupa. El hedor remitirá y los gusanos desaparecerán, pero la vergüenza nos ha de perseguir hasta que seamos viejos o discapacitados. Porque todos lo seremos, o al menos para eso vamos al spa y el gimnasio. Shame.

Los sin voz no escriben cartas al director. No llaman a las radios. No salen en TV. No cortan el tráfico. No ejercen sus derechos de reunión y manifestación. No crean plataformas. Por no hacer, ni siquiera suelen votar, algo tan nimio. De manera que, ¿por qué preocuparse? A ningún asesor de campaña se le ocurrirá organizar un encuentro en el que el candidato tenga a sus espaldas a ancianos con Alzheimer, demencia senil o ictus, a personas con parálisis cerebral o autismo, a adultos Down, desaliñados ellos y sin familia que los atienda, a señores con esclerosis o psicopatologías, a tantos y tantos conciudadanos con derechos de papel y sin derechos efectivos. Claro, no dan la imagen, maldita imagen, que los malditos creativos imponen con tiránica vehemencia.

Quienes todavía poseemos voz tenemos el deber cívico de ponerla a su disposición. Gritar que en la interminable lista de presuntas prioridades la primera es la vida, pero la vida con dignidad. Gritárselo a todos y todas. No sólo a las administraciones, que también, sino especialmente a los vecinos en la reunión donde debatimos si cambiamos la lámpara del portal, que está obsoleta.

Somos una comunidad. Esto implica que dependemos los unos de los otros. Incluso quienes sólo están ahí, enclaustrados, desempeñan el alto cometido de recordarnos que nuestra juventud y capacidades son frágiles y efímeras. No le compete en exclusiva a las administraciones enviar periódicamente a un funcionario para interesarse sobre si la señora del 1º izda. sigue viva. Nos atañe a todos. Tal vez así descubramos que ella tiene tres hijos, que los sacó adelante vendiendo chucherías a la puerta de un cine, desde que aquel desgraciado se largó. Que esos hijos no quieren o no pueden atenderla. Tanto da. No somos inquisidores. Nada nos cuesta timbrar y ofrecernos a subirle algo del súper, romper su soledad y avisar si algo no funciona. Nosotros aún conservamos esta cosa maravillosa que es la voz. Simplemente prestándosela descubriremos la fuerza de la auténtica solidaridad comunitaria.

José Manuel Blanco González