Sunday, September 24, 2006

Seres inevaluables

Ser, por ser inevaluable .

Supongamos que Bill Gates, el hombre más rico del planeta, tiene un hijo con síndrome de Down o con autismo, o con parálisis cerebral, o que sufre un trastorno a causa de un derrame, un accidente o una meningitis y pierde gran parte de su salud y autonomía. ¿Cuánto daría Bill Gates para que ese hijo suyo gozase de una salud normal y de la más elemental autonomía?

Nada malo se le puede desear al hijo de Bill Gates, ni por extensión a su padre, como tampoco a persona alguna. La decencia y solidaridad más elementales lo prohíben. Se trata de un simple ejemplo para demostrar el valor de las personas frente a todo aquello contingente y transitorio que poseen, y para verificar como ningún ser humano puede ser juzgados en términos de valor o utilidad. La persona no vale, es, y tanto es con o sin discapacidad, sana o enferma.

Si Bill Gates es un buen padre, y nada hay que indique lo contrario, no cabe la menor duda que entregaría toda su fortuna, y aun se endeudaría en otro tanto si pudiera, para conseguir un hipotético tratamiento que le permitiese a su hijo liberarse de la esclavitud de la enfermedad. Sería más feliz con su ruina económica y sus deudas que siendo el hombre más acaudalado del mundo pero viendo a su hijo en tan duras condiciones.

De esto se deduce que la mayoría de los ciudadanos son personas más afortunadas que este hipotético Bill Gates. Ver crecer sano y fuerte a un hijo es el mayor regalo que la vida puede dispensarnos. Sucede, no obstante, que muchas personas afortunadas tienen averiado el sentido de la medida a causa de una exacerbación del ansia por tener. Una patología irracional que implica tener por tener y para tener más, sin límite y sin otro objetivo vital.

La economía no es buena ni mala. Es indispensable. Es un medio para alcanzar todos los altos fines vitales que el ser humano se propone. De hecho, dentro de la desgracia, no puede negarse la evidencia que sería menos desafortunado el hijo de Bill Gates que el de un trabajador, o el de un padre alcohólico o el de un niño huérfano con el mismo problema de salud. Bill Gates podría, al menos, disponer los medios necesarios para que su hijo llevase una vida con todos los cuidados posibles hasta que falleciese por causas naturales, siempre que quien administrase esa fortuna en su nombre fuese alguien recto y honesto. Sobrecoge pensar que en muchas sociedades apenas se ven adultos con síndrome de Down, autismo o parálisis cerebral congénita. Pensar que en ellas estas personas pueden padecer, ya desde su primera infancia, todo tipo de maltrato, abandono o vejaciones nos invita a rebelarnos, luego de superar el natural encogimiento del alma que esas aberraciones producen.

Tal vez Bill Gates no pudiese adquirir ese tratamiento inexistente para curar a su hijo, incluso financiando todos los equipos de investigadores que su músculo financiero lograse aglutinar. La realidad es tozuda, aunque bueno es para nuestra salud mental y emocional que nos evadamos con la ilusión o la esperanza. Pero lo que sí podría hacer es invertir los réditos de su capital en financiar la defensa de las personas que valen tanto como ese su hijo. Es decir, que valen tanto como él mismo, o como cualquiera de nosotros, pero que a menudo pueden hallarse a merced de sujetos desalmados que sólo enjuician a las personas por criterios contables, utilitaristas, estéticos, de rentabilidad o cualquier otro que no sea puramente identitario:

1 persona = 1 persona = 1 persona = 1 persona = 1 persona =

Quien no desee comprender este fundamento axiológico de la ética social y comunitaria, este principio constitucional de toda sociedad digna de este nombre, y por tanto dotada de civilidad, debiera efectuar un simple análisis cronológico de su pretendido “valor” individual, desde que nace hasta que espera fallecer. Descubrirá con sorpresa que los dones más fructíferos de que goza son aportes comunitarios, que trascienden incluso a sus progenitores. Comenzando por el lenguaje, la escritura, la aritmética y las convenciones que permiten la convivencia en paz, siguiendo por el cuidado ajeno por no contraer enfermedades que a su vez se puedan contagiar, lo más importante para ser y seguir siendo –y por tanto para tener, como condición preclusiva- depende de todos sus conciudadanos, tanto presentes como pasados. Pero es más, también descubrirá que en un cómputo vital, tal vez sea más un individuo deficitario que superavitario de la sociedad. Por ejemplo, cuanto más longevo sea más recursos demandará de la sociedad, pues su vida económicamente “útil” será proporcionalmente muy corta.

De manera, que lo mejor que puede hacer Bill Gates para ayudar a su hijo y a los que están en análogas condiciones que su hijo, es emplear todo cuanto le resulta redundante en dotar centros y programas asistenciales, de salud e investigación, pero también en ayudar a tejer fuertes redes sociales que permitan capitalizar todavía más esa inversión en el futuro. Sin el apoyo social todos los recursos económicos son insuficientes o pueden verse malogrados. La maldad humana conspira constantemente contra la bondad, y esta constatación empírica puede hallarse en todas las culturas y en todos los tiempos de los que han quedado fuentes escritas.

Somos seres sociales. Por eso disponemos de un léxico rico y elaborado y precisamos insertarnos en una sociedad para realizarnos como personas. La ficción del lobo estepario autosuficiente es pura ficción, a menudo interesada. Y todos los seres que integramos esa sociedad somos idénticos en lo que equívocamente se califica como “valor”, término homónimo pero no sinónimo del presunto valor económico.

Lo paradójico de esta constatación es que sólo en este tipo de sociedad equitativa se puede reconocer también la singularidad de cada individuo, y su derecho a diferenciarse entre otras cosas por su esfuerzo o el factor aleatorio que alumbre su existencia. Nos debemos a la comunidad en tanto que agrupación de individuos, no como a un tótem que demanda el sacrificio de la individualidad. Ahora bien, la armonía y equilibrio de esta delicada construcción, e incluso el interés personal de cada individuo atendiendo a toda su trayectoria e historia vital, pasan por asumir que todas y cada una de las personas, más o menos afortunadas en el azar genético o de los avatares fortuitos de la vida, son intrínseca y radicalmente iguales, idénticas en el ficticio e impropio valor que alguien desee atribuirles.

Por eso Bill Gates no vale más ni menos que su hijo, ni él –como ningún buen padre- lo toleraría, ni siquiera como licencia económica.
José Manuel Blanco González.

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